Inició con la labor hace 2 años
Una buena samaritana abre su hogar a mujeres e infantes venezolanos necesitados

• “Todo comenzó cuando vi la gente en el puentecito que hay frente a mi casa con un techo”, “estaban mojándose, llovía y hacía mucho frio, y se me ocurrió abrir la caseta en la que guardamos el carro para que al menos no pasaran la noche en la intemperie”

A mediados de los años 1970, el padre de Marta Duque la envió desde su casa en la ciudad colombiana de Pamplona, ​​escondida en una de las sierras más orientales de los Andes, a la capital venezolana, Caracas, para trabajar como empleada del hogar. Ella tenía 12 años.

Ahora, de vuelta en Colombia, Marta abrió sus puertas a miles de venezolanos en su momento de mayor necesidad. Hace unos dos años convirtió su garaje, y después su humilde casa familiar, en un albergue improvisado para refugiados y migrantes venezolanos que hacen por tierra el incierto viaje hacia destinos en toda Colombia y en otros países.

“Todo comenzó cuando vi la gente en el puentecito que hay frente a mi casa con un techo”, dice Marta en el pequeño patio trasero donde ella y su equipo de alrededor de 10 voluntarios preparan ollas gigantes de sopa en una estufa de leña.

 “Estaban mojándose, llovía y hacía mucho frio, y se me ocurrió abrir la caseta en la que guardamos el carro para que al menos no pasaran la noche en la intemperie”.

Dos años después, varias docenas de mujeres, infantes y bebés abarrotan todas las noches la casa de Marta, que fue prácticamente cedida a un grupo flotante de huéspedes temporales: los muebles de la sala se apilaron para dejar espacio a las colchonetas donde hasta cien personas duermen cara a cara.

“Cuando llegan, llegan muy estresados: las mamitas, los niños llorando”

“Cuando llegan, llegan muy estresados: las mamitas, los niños llorando”, dice Marta, de 56 años, que atiende únicamente a mujeres, niñas y niños, mientras su vecino, Douglas Cabeza, otro buen samaritano, dispuso su propiedad para hombres y chicos. “Lo que me hace seguir es verlos sonreír cuando les damos comida, ver que se relajan y se ponen a reír”.

La necesidad es grande. Más de 4 millones de venezolanos han abandonado su país desde 2015, huyendo de la inseguridad y la violencia, persecuciones y amenazas, la escasez crónica de alimentos y medicamentos y el colapso de los servicios básicos.

  Se estima que entre 100 a 250 de ellos inician diariamente un viaje a pie que los lleva a cientos o incluso miles de kilómetros de la frontera por una carretera sinuosa y montañosa, a través de un paso de montaña gélido, hacia destinos como las ciudades colombianas de Medellín o Cali o incluso a Ecuador, Perú o Chile.

Pamplona, ​​donde vive Marta, está a unos 70 kilómetros de la frontera, y los llamados caminantes, como se les conoce, la alcanzan tras varios arduos días de camino arrastrando maletas, acunando a niñas y niños pequeños y a bebés, comiendo en comedores populares gestionados por agencias de cooperación y ONG y durmiendo en albergues cuando hay espacio, y cuando no, a cielo abierto.

Dos años después, Marta no solo no pudo devolver el auto a su garaje, sino que cedió casi toda la casa de dos cuartos que comparte con su esposo y su hijo adulto al flujo constante de refugiados y migrantes venezolanos con necesidades. Desde el amanecer hasta altas horas de la noche, la casa es un sitio en constante actividad y tiene un ruido sordo, pues Marta y sus voluntarios atienden las necesidades de docenas de mujeres, de niñas y niños y de un coro de bebés gritones.

Marta reconoce que su generosidad extrema comprometió su matrimonio de casi 30 años, y añadió que, una vez, su esposo llegó a intentar que eligiera entre el albergue o él.

“No hemos tenido un solo día de descanso… pero no lo hago por sacrificio. Lo hago con amor y convicción”

“No ha sido fácil. No hemos tenido un solo día de descanso, pero no lo hago por sacrificio. Lo hago con amor y convicción, y si un día ya no están me sentiría un poco sola, porque esto ha cambiado totalmente mi vida”.

Fuente: Acnur

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